Silencio.
Se quedó en silencio escuchando el susurro del viento. Detuvo sus pasos y
volteó ligeramente la cabeza para observar lo que había a sus espaldas. Sólo
entonces se dio cuenta de todo el camino que había dejado atrás. Y todo lo que
quedaba por delante. Pero sobre todo, cuánto había por detrás. Piedras saltadas,
y otras tantas a las que no había conseguido esquivar. Pisadas borradas y otras
que habían dejado una buena huella, imborrable incluso para el más fuerte de
los vientos y la lluvia más feroz. Sonrisas de mentira, lágrimas disfrazadas,
noches en vela. También alegrías y momentos compartidos con personas
estupendas. Con algunas tenía la suerte de poder seguir compartiendo instantes
y recuerdos. Otras se habían quedado en eso… recuerdos. Miradas que dicen todo.
Y miradas vacías también, acompañadas por un toque de decepción al no encontrar
lo que se espera. ¡Ay, la decepción! Una gran maestra en algunas ocasiones.
Se dio
cuenta de lo deprisa que todo había sucedido. De la fragilidad del momento. De
su propia fragilidad. Buscó más miradas, se perdió en ellas, en lo que le
decían sin palabras, en el tacto de la gente, emociones, sueños, historias… No
era momento de detenerse allí, a medio camino, cuando lo que había recorrido le
había llevado ya hasta ese punto. No le importaba tropezar veinte veces más,
rascarse las rodillas, perderse por senderos inexplorados y arriesgarse en
partidas que se daban por perdidas. Porque hasta la probabilidad más pequeña entra
dentro de todo lo posible.
Echó un
último vistazo al camino que quedaba a sus espaldas, se agachó para atarse los
cordones, levantó la mirada y prosiguió su camino paso a paso.
Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.
Antonio Machado.