La echaba de menos. A veces. Día sí, día no. Echaba de menos su mirada y echaba de
más su presencia dependiendo de cómo se levantara por la mañana y el sol
saliera torcido, de frente o entre nubarrones incandescentes embellecidos por
la polución. Oía su voz en la radio o en el viento que soplaba entre
callejuelas grises en sus paseos diarios. Veía su rostro en las caras de la
gente que pasaba por su lado. Esa gente que caminaba Dios sabe hacia dónde,
sumidos en pensamientos que seguramente estarían vacíos de significado y llenos
de insignificancia. Oía su risa en el licor que golpeaba el fondo de una copa
con hielo, y en éste sentía el sabor de sus besos que le quemaban la lengua y
le enmudecían el habla para que se expresase sólo el cuerpo. Besos que sólo
vivían en su cabeza, en sus sueños.
La veía
en las noches de luna llena mientras el viento le rozaba la cara y acariciaba
el pelo haciendo que se moviera y adoptara formas dignas de la mejor bailarina
de ballet. La recordaba al acostarse y apoyar la cabeza sobre la almohada,
reconociendo su perfume en las sábanas y su calor entre los brazos que sólo
abrazaban aire. Entonces apagaba la luz y se dejaba llevar por su mente hacia
lugares dónde podía estar a su lado y volver a ver su sonrisa brillar de tal
forma que hacía enervar al mismísimo sol.
Se
preguntaba si ella podría recordarlo también a él. Si sentiría cómo la
madrugada le invadía envuelto entre recuerdos que jamás existieron. Porque, al
fin y al cabo, ella no sabía de su existencia. Sólo se cruzó con su mirada una
única vez. Pero esa vez fue más que suficiente para hacerle sentir que había estado toda una vida a su
lado.
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