domingo, 19 de abril de 2015

Dentro del laberinto

Izquierda. Derecha. Volvió a mirar hacia la izquierda una vez más. El mismo cruce de caminos que anteriormente había sobrepasado. ¿O no? Todas las noches el mismo laberinto. La misma historia. El mismo camino. El mismo sueño. La misma pesadilla. Sabía que sólo era eso, un sueño. Pero la angustia que le acompañaba por dentro era tan real como los latidos de su acelerado corazón en aquella persecución laberíntica… ¿persecución? Tenía constantemente la certeza de que le estaban persiguiendo aunque aún no había podido ver la cara de aquello que intentaba darle caza. Aún así, la adrenalina recorría todo su cuerpo durante todo el trayecto que realizaba. Miraba hacia atrás de vez en cuando esperando ver al menos una sombra de su perseguidor. Pero nada. Ni siquiera sabía cómo era el laberinto dónde se encontraba. No sabía dónde se encontraba la salida, ni la entrada, ni el centro. Sólo altas paredes a ambos lados imponiendo la norma de no detenerse. Paredes de hormigón que no dejaban dirigir la vista más allá del camino que debía seguir. Decidió girar a la derecha. Intuición tal vez. Al final igual daba el camino que eligiese, siempre acababa en algún cruce como aquél dándole la impresión de que no hacía más que dar vueltas una y otra vez. Igual daba seguir una pared constantemente. Parecía que el camino avanzaba junto a sus pasos. Echó a correr mientras notaba como los pulmones se llenaban dentro de su caja torácica quemándole por dentro. Las piernas no le daban para mucho más, pero sentía que no debía detenerse. Giró a la izquierda. Una vez más a la izquierda. Torció esta vez a la derecha. Y paró en seco. Aquello no le había sucedido hasta entonces. Las paredes que hacían el camino se encontraban entre ellas delante de él cerrándole el paso. Se aproximó al muro y lo tocó con la punta de los dedos. Estaba frío. Oyó un susurro tras de sí. Esta vez no había escapatoria. Deseó despertar de aquella pesadilla. Cerró los ojos fuertemente y deseó que aquello terminara de una vez por todas, pero al volver a abrirlos continuaba de pie frente a aquel muro de hormigón que no le dejaba pasar. Lentamente fue dándose la vuelta mientras el sudor le caía por la nuca. El tiempo parecía haberse detenido, aunque irónicamente, allí dentro, ¿cómo iba a saber a qué ritmo pasaban las horas? Se giró completamente y observó aquello que tenía frente a sí mismo. El sudor frío siguió recorriendo su cuerpo. Notó cómo se le iba secando la boca y comenzó a sentir que las piernas le fallaban. Aquello que estaba viendo no entraba para nada dentro de sus expectativas. Se encontraba frente a sí mismo. Se miraron fijamente a los ojos durante unos segundos que parecían eternos y su alter ego, si podía llamarse así, comenzó a avanzar lentamente hacia él. ¿Qué podía hacer? Los latidos de su corazón comenzaron a acelerarse de nuevo. Sintió la cabeza embotada y la vista comenzó a nublársele. Se dio de nuevo la vuelta esperando que aquel muro que se levantaba antes frente a él hubiera desaparecido permitiéndole escapar de allí, pero el hormigón seguía en su sitio, firme, frío, cerrándole el paso, con la única diferencia de que ahora había algo más, en vez de algo de menos. Un espejo se alzaba frente a él. Se acercó a mirar más detenidamente, pero por mucho que inspeccionaba no lograba verse la cara. El nudo que tenía en la garganta comenzó a apretarse más hasta provocar que la sensación de ahogo se hiciera casi insoportable. Gritó y con la fuerza que le otorgaba aquella desesperación disparó el puño contra el cristal del espejo haciéndolo añicos. Gotas de sangre salpicaron en la superficie y una mano se apoyó en su hombro de forma firme obligándole a girarse.

Despertó.


Aterrizaje sin paracaídas

A veces no se trata de esperar. A veces no se trata de coger aire para intentarlo una vez más. No se trata de quedarse pensando en mil formas diferentes de acercarse ni en inventar veinte excusas para dirigirle la palabra. A veces no se trata de leer entre líneas ni de enviar mensajes encriptados para ver si lo averigua. A veces las cosas son como son. Así de simple y sencillo. Y crees que no vale la pena coger carrerilla para estamparse de nuevo contra un muro como otras tantas veces hiciste anteriormente. Porque ya sabes cómo es el impacto. Y sabes lo que espera después. Y sabes que aún así lo volverás a hacer…que el riesgo vale la pena… ¿o no? Porque ya sabes eso de que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Pero en mi caso tengo claro que tropiezo dos, cuatro o cincuenta. Que tengo el máster en aterrizajes forzosos y derrapes de emergencia, que no siempre salieron bien. Pero qué más da. A veces no se trata de pararse a reflexionar. Se trata de sentir y actuar. De dar un paso seguido de otro y dejarse llevar. De escuchar. De respirar. De mirar y observar. De dejar que el tiempo se lleve lo que se tenga que llevar y que traiga lo que deba. De sonreír a su lado. De sonreír, sin más. Se trata de soñar despierto y vivir los sueños. De avanzar. De no dejar que un tropiezo te detenga. Ni dos. Ni cuatro. Ni cincuenta. Que las piedras son sólo eso: piedras. Y al final incluso la piedra más grande acaba convertida en arena. A veces… a veces se puede volver a intentar.