Esta mañana abrí los
ojos justo después de que el despertador que se encuentra encima de la mesita
de noche se pusiera a berrear y a soltar pitidos a las seis y media de la
mañana. El esfuerzo que mis párpados han tenido que hacer para poder levantarse
no se puede comparar ni con la fuerza que hacen esas moles con piernas que
adoptan posturas extrañas delante de un jurado. Sí, sí, eso que llaman
‘Culturismo’ (cultural desde luego…no me parece. Pero vete tú a saber). Tras
conseguir abrir los ojos y enfocar la mirada (ardua tarea para mi cerebro), comencé
a pensar que sería buena idea destaparme y salir de debajo de aquel batallón de
sábana, manta y edredón que irremediablemente ganaban siempre la batalla al
caer la noche y, cómo no, durante algunas horas del día. Claro que del pensamiento
a la acción hay un largo camino. ‘Cinco minutos más…’ me repetía incesantemente
la querida voz de mi pensamiento. Menos mal que para cuando quise cerrar de
nuevo los ojos y dejarme envolver por los brazos de Morfeo, el despertador se
encargó de que fuera imposible hacerlo. En serio, si pudierais oír esos pitidos
infernales os aseguro que sabríais a qué me refiero con ‘imposible’. Y si no,
decídselo a mis vecinos (recuerdo una vez que cometí el despiste de dejar el
despertador en marcha una vez hube salido de casa. Cuando volví me encontré con
una nota en la puerta con las quejas de mis queridos vecinos).
Me destapé con un
rápido movimiento, una agilidad impropia de tan temprana hora de la mañana,
estiré el brazo para apagar aquél monstruoso aparato eléctrico lanzaberridos y,
al fin, me levanté. ‘No ha sido para tanto’, pensé.
Fui directamente al
baño a darme una ducha con agua caliente para empezar a poner a tono el cuerpo.
Al entrar dentro del aseo, una cara pálida, con los ojos entrecerrados, pelo desmarañado
y expresión zombificada (no encontraría mejor adjetivo para definirla) me
saludó con la mirada desde el otro lado. Los espejos no sacaban el mejor lado
de mí, y menos aún a primeras horas de la mañana. Me desvestí, abrí la mampara
y dejé que cayera el chorro de agua caliente sobre mi cabeza. Mientras el agua
caía sobre mi rostro y el vapor subía hacia lo más alto, mis pensamientos
comenzaron a querer irse junto a éste, al igual que mis párpados querían seguir
la dirección descendente del agua, capricho que no les pude negar.
Pensé en cómo suponía
que iba a ser mi día: saldría de casa y tomaría el bus para dirigirme a la oficina.
Llegaría y después de sentarme tras mi escritorio Jorge me pasaría todo el
papeleo de informes a rellenar y así transcurrirían diez preciadas horas de mi
vida. Con la vista perdida entre papeles, con el tiempo justo para apenas comer
o salir a fumarme un cigarro y recibiendo o realizando llamadas a clientes de
la empresa con la finalidad de asegurar un contrato. Si ahora viniera desde el
pasado a visitarme mi yo de siete años, seguramente me odiaría por estar
trabajando en un puesto así. Aunque bueno…mi yo de siete años en aquél entonces
quería ser bombero, astronauta, superhéroe…ya sabéis, esas cosas que a todos
los niños nos gustaría ser de mayores y que, a día de hoy, ni si quiera las
dejaría como opción al aburrimiento (¿aburrimiento? ¿Tengo tiempo para algo así?).
La verdad es que volar nunca se me dio bien. Creo que debería intentarlo más a
menudo.
Salí de la ducha y me
envolví en la toalla. Miré hacia el espejo. Mi cara mejoraba por momentos.
Volví a la habitación, abrí el armario y paseé la mirada entre las camisas
debatiendo mentalmente cuál sería la elección de hoy. Opté por una camisa azul
grisácea. Debo admitir que era una de mis favoritas, con sus botones azulados
un tanto más oscuros que el tono de la tela. Tela gris como el cielo de aquella
mañana. Sí, definitivamente era la correcta.
Ya vestido me dirigí
hacia la cocina, encendí la cafetera y esperé a que el botón se volviera de
color verde indicando que el café estaba listo para ser servido. Pulsé el
botón. Un chorrito de café espumoso caía hacia la taza que se encontraba
colocada en la cafetera elevando un aroma que llegaba perfectamente a mis fosas
nasales. Aroma que consiguió definitivamente poner mis sentidos activos.
Podrían quitarme muchas cosas del desayuno, pero el café es algo que no podría
permitir estar ausente en el menú matutino. Disfruté todo lo que pude de cada
sorbo, pues el hecho de mirar al reloj y darme cuenta de que había perdido
demasiado tiempo sumido en pensamientos nada productivos para aquella mañana me
obligó a beberme el café más deprisa de lo que me hubiera gustado.
Llaves en el bolsillo.
Móvil encendido a la espera de llamadas. Última mirada al espejo y sonrisa
enfundada. Sonrisa que debía enmascarar cualquier otro tipo de emoción en toda
la jornada. Apagué las luces y cerré la puerta tras de mí con un portazo.
Sumemos un día más.
Y sigue resonando el pitido atronador para que despierte
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