domingo, 21 de abril de 2013

Memorias de una mañana cualquiera


Esta mañana abrí los ojos justo después de que el despertador que se encuentra encima de la mesita de noche se pusiera a berrear y a soltar pitidos a las seis y media de la mañana. El esfuerzo que mis párpados han tenido que hacer para poder levantarse no se puede comparar ni con la fuerza que hacen esas moles con piernas que adoptan posturas extrañas delante de un jurado. Sí, sí, eso que llaman ‘Culturismo’ (cultural desde luego…no me parece. Pero vete tú a saber). Tras conseguir abrir los ojos y enfocar la mirada (ardua tarea para mi cerebro), comencé a pensar que sería buena idea destaparme y salir de debajo de aquel batallón de sábana, manta y edredón que irremediablemente ganaban siempre la batalla al caer la noche y, cómo no, durante algunas horas del día. Claro que del pensamiento a la acción hay un largo camino. ‘Cinco minutos más…’ me repetía incesantemente la querida voz de mi pensamiento. Menos mal que para cuando quise cerrar de nuevo los ojos y dejarme envolver por los brazos de Morfeo, el despertador se encargó de que fuera imposible hacerlo. En serio, si pudierais oír esos pitidos infernales os aseguro que sabríais a qué me refiero con ‘imposible’. Y si no, decídselo a mis vecinos (recuerdo una vez que cometí el despiste de dejar el despertador en marcha una vez hube salido de casa. Cuando volví me encontré con una nota en la puerta con las quejas de mis queridos vecinos).

Me destapé con un rápido movimiento, una agilidad impropia de tan temprana hora de la mañana, estiré el brazo para apagar aquél monstruoso aparato eléctrico lanzaberridos y, al fin, me levanté. ‘No ha sido para tanto’, pensé.

Fui directamente al baño a darme una ducha con agua caliente para empezar a poner a tono el cuerpo. Al entrar dentro del aseo, una cara pálida, con los ojos entrecerrados, pelo desmarañado y expresión zombificada (no encontraría mejor adjetivo para definirla) me saludó con la mirada desde el otro lado. Los espejos no sacaban el mejor lado de mí, y menos aún a primeras horas de la mañana. Me desvestí, abrí la mampara y dejé que cayera el chorro de agua caliente sobre mi cabeza. Mientras el agua caía sobre mi rostro y el vapor subía hacia lo más alto, mis pensamientos comenzaron a querer irse junto a éste, al igual que mis párpados querían seguir la dirección descendente del agua, capricho que no les pude negar.

Pensé en cómo suponía que iba a ser mi día: saldría de casa y tomaría el bus para dirigirme a la oficina. Llegaría y después de sentarme tras mi escritorio Jorge me pasaría todo el papeleo de informes a rellenar y así transcurrirían diez preciadas horas de mi vida. Con la vista perdida entre papeles, con el tiempo justo para apenas comer o salir a fumarme un cigarro y recibiendo o realizando llamadas a clientes de la empresa con la finalidad de asegurar un contrato. Si ahora viniera desde el pasado a visitarme mi yo de siete años, seguramente me odiaría por estar trabajando en un puesto así. Aunque bueno…mi yo de siete años en aquél entonces quería ser bombero, astronauta, superhéroe…ya sabéis, esas cosas que a todos los niños nos gustaría ser de mayores y que, a día de hoy, ni si quiera las dejaría como opción al aburrimiento (¿aburrimiento? ¿Tengo tiempo para algo así?). La verdad es que volar nunca se me dio bien. Creo que debería intentarlo más a menudo.

Salí de la ducha y me envolví en la toalla. Miré hacia el espejo. Mi cara mejoraba por momentos. Volví a la habitación, abrí el armario y paseé la mirada entre las camisas debatiendo mentalmente cuál sería la elección de hoy. Opté por una camisa azul grisácea. Debo admitir que era una de mis favoritas, con sus botones azulados un tanto más oscuros que el tono de la tela. Tela gris como el cielo de aquella mañana. Sí, definitivamente era la correcta.

Ya vestido me dirigí hacia la cocina, encendí la cafetera y esperé a que el botón se volviera de color verde indicando que el café estaba listo para ser servido. Pulsé el botón. Un chorrito de café espumoso caía hacia la taza que se encontraba colocada en la cafetera elevando un aroma que llegaba perfectamente a mis fosas nasales. Aroma que consiguió definitivamente poner mis sentidos activos. Podrían quitarme muchas cosas del desayuno, pero el café es algo que no podría permitir estar ausente en el menú matutino. Disfruté todo lo que pude de cada sorbo, pues el hecho de mirar al reloj y darme cuenta de que había perdido demasiado tiempo sumido en pensamientos nada productivos para aquella mañana me obligó a beberme el café más deprisa de lo que me hubiera gustado.

Llaves en el bolsillo. Móvil encendido a la espera de llamadas. Última mirada al espejo y sonrisa enfundada. Sonrisa que debía enmascarar cualquier otro tipo de emoción en toda la jornada. Apagué las luces y cerré la puerta tras de mí con un portazo. 

Sumemos un día más.



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